Desamor, Macky, Soledad. Charlando con Macky Chuca

En una ocasión, entre aroma de café y alguna que otra risa, le confesé a una amiga que quería dedicarme a la escritura. “Quiero ser escritor”, dije entre sorbo y sorbo de esa agua negra de la que soy adicto. Ella me miró y sonrió. Su sonrisa no denotaba burla pero en ella se escondía el poco convencimiento de mi afirmación. Acto seguido, me preguntó sin vacilar: “¿Tú tienes algo que decir?” En ese preciso instante no supe responder a lo que creí una bofetada que me instaba a despertar de la ingenuidad que tenía en mente.

Hace aproximadamente un par de años o tres de aquel día. Desde entonces, no he dejado de preguntarme si realmente tengo algo que decir. Para desgracia mía, siempre me respondía con una negación. Yo, un simple bufón de las letras. ¿Cómo he sido capaz de creer que podría equipararme a esos maestros de la palabra a los que tanto admiro? “Debo estar loco”, pensé. Ni tengo los conocimientos necesarios, ni la genial imaginación de esos autores que a través de sus obras desentrañan nuestra condición humana, la pisotean o la ensalzan y nos la ofrecen para nuestro personal regocijo. Tampoco puedo presumir de la constancia que se supone debe tener un escritor durante el proceso mismo de la escritura. Nací y crecí en los inicios de una época donde la inmediatez siempre prevalece sobre todo lo demás. Da igual cómo y dónde hagas lo que quiera que debas hacer, mientras sea ya mismo. Seré un romántico no confeso, pero siempre he sentido nostalgia de ese otro tiempo en el que la realidad no resultaba tan fugaz. No quisiera pronunciar un discurso demasiado tremendista sobre el mundo en que vivimos –o nos dejan vivir, mejor dicho–, pero así son las cosas. No obstante, tras conocer un poco –aunque como le confesé a ella, tengo la sensación de llevar tiempo correteando juntos quién sabe dónde ni porqué– a Macky Chuca, todos esos posibles miedos en torno a la escritura se disipan de algún modo. Hay que atreverse, nada más. Sin miedo, sin pudor, sin tabúes. Ese es el mensaje que extraje de nuestra «charla» con esta argentina –por cierto, ¿qué tendrán los argentinos, aisss?–

Cuando leí La reina del burdel  (Sloper Editorial) me topé con una obra de frases cortas, incisivas, aparentemente inconexas. Sin embargo, toda la ficción está perfectamente hilvanada. La temática que sugiere Macky es bien conocida por todos. Habla del amor, el desamor, la soledad, los primerizos juegos sexuales, los traumas, la familia, el qué dirán de mí, los demonios internos, la pasión… Como ya escribiera una vez, «algunos pensarán que estamos ante otra lectura romanticona, pero nada más lejos. Esa es la clave del porqué cada oración de estos relatos suena a puñal clavado». La escritora  –y punk rocker, lo que le confiere, al menos para mí, un puntazo— deja a un lado los tópicos literarios que abordan el mundo de la mujer, les confiere un sentido mucho más postmoderno al no creer en ninguno de los discursos que dirigen nuestras vidas. Rabia, ira, veneno y, sobre todo, una búsqueda de plasmar los sentimientos contrariados que deambulan sí o sí por esa materia gris que puebla nuestro cráneo. Narraciones sinceras y en cierto modo espontáneas que, se lo prometo, no te dejan indiferente. Me levanto el sombrero.

Macky Chuca

Pregunta: En plena era digital, donde todo el mundo se encuentra inmerso en las redes sociales, uno puede navegar por tu cuenta de twitter y observar lo siguiente: “Macky Chuca. Escritora, punkrocker, acumuladora de papeles inútiles”. Lo de escritora y punkrocker está bastante claro pero… ¿qué papeles inútiles acumulas?

Macky Chuca: Son inútiles para el resto de mundo, claro. Lo del papel y yo es una batalla perdida. Me apego a papeles que la gente tiraría a la basura sin dudar. Boletos, entradas, folletos, postales, sobres vacíos. A veces porque tienen algún estampado interesante. O guardo volantes de esos que ofrecen rituales y sanación instantánea de todos los males porque alguna frase me ha hecho gracia. O porque me gusta la tipografía, los colores. El collage es otra de mis pasiones, y no puedo dejar de evitar que vuelen hacia mí trozos de papel que podrían perfectamente acabar en el vestido de alguno de mis personajes de corta y pega. Tengo una colección de postales y trozos de papel colgada a mi alrededor de mi mesa de escribir, que se va renovando constantemente. Algo así como un collage en permanente evolución.

Por no hablar de mis cajones de recortes de diarios y revistas. No puedo desprenderme de ellos porque son el pozo en el que meto la mano para pescar historias y no estoy segura de que el mundo digital realmente lo contenga todo. Te pongo un ejemplo: un accidente en cadena, muy bizarro, que salió en los diarios cuando yo era adolescente. Ocurrió cerca de mi colegio e involucraba a un perro enorme que cayó de un balcón, un transeúnte aplastado, un conductor que chocó por distraerse y alguien que se infartó al presenciar la escena. Todos muertos. Esto ahora ha sido degradado a la categoría de leyenda urbana. Pero en el barrio no se hablaba de otra cosa, y vi el titular en los diarios. Los diarios en Buenos Aires empezaron a digitalizarse alrededor de 1998. Esta leyenda hoy no existe en la red más que como mito. Si yo tuviera hoy en mis manos ese recorte, que no tengo, sería un poquito más feliz.

P: Con La reina del burdel obtuviste el premio Cafè Món. Puede que mucha gente desconozca este galardón, sin embargo, en ciertos círculos sí que goza de bastante reconocimiento. Dicho de otro modo, con esta obra has hecho un poquito de ruido. ¿Cómo definirías la obra? (si es que se puede definir de un modo o varios)

M. C.: Estoy agradecida al Cafè Món por haberme dado la oportunidad de publicar. Hay autores de mucha valía en la historia del premio. El ruido que se ha generado a raíz de la publicación del libro no puedo achacarlo yo a nada en particular. Sé que el hecho de que alguien que en general era conocida por cantar en una banda de punk rock de repente se descuelgue con un libro de ficción generó curiosidad.

Mi libro cuenta dieciséis historias de gente inadaptada. Gente que por algún motivo no se siente cómoda con la máscara que le ha tocado. Gente a la que se le va deshilachando el disfraz en directo sin oportunidad de ir a una pausa comercial. A mis personajes se le está poniendo espesa la bechamel en tiempo real, algo huele a quemado y es ahora, se están pudriendo cosas y no aciertan a saber qué. Es un libro en el que hay mucha música, la gente parece estar todo el tiempo aturdiéndose con canciones, zapateando tarantelas, elevando plegarias a ídolos del rock. Es un libro que habla de esas sobremesas con amigos en las que todos confiesan algo, un libro con pescado crudo, llaves ocultas, tormentas, pianos en la selva, cometas, hermanas mellizas, gente que va de limpia, monstruos marinos.

 P: Que alguien como Agustín Fernández Mallo, que goza ya de una posición “cómoda” dentro del panorama literario, piropee tu obra imaginamos que supone una buena palmadita en la espalda, un “vas por buen camino”. ¿Nos equivocamos?

M. C.: Agustín es una gran persona, le tengo mucho afecto. Él leyó hace unos años unos cuentos, otros cuentos que no he publicado, que presenté a un concurso, y el día que nos conocimos lo primero que hizo fue hablarme de mi libro –hasta ese día nadie, ni si quiera yo misma, se había atrevido a considerar aquel conjunto de cuentos como un libro–. Fue generoso, me regaló una crítica lúcida y divertida sobre las cosas que a su juicio funcionaban mejor y peor, y eso estuvo bien. Lo más valioso para mí fue que sus “palmaditas”, como dices tú, siempre gravitaron hacia hacerme entender que yo no necesitaba “palmaditas”. Él hizo hincapié en que yo tenía que dejar un poco la adicción al taller literario, dejar de estar tan pendiente de las correcciones del prójimo y empezar a caminar por mí misma, a confiar en mis textos sin más. Esa lección de autonomía es lo que siempre le voy a agradecer.

P: Una de las características que nos despertó bastante interés de La reina del burdel es el uso de frases cortas, incisivas, aparentemente inconexas… No obstante, todo está perfectamente hilvanado. Aunque sea una pregunta tópica, ¿cuál es tu modus operandi a la hora de escribir?

M. C.: Entre la música, la escritura y todo lo demás, mi vida es muy desordenada, así que no puedo fingir que hay un orden en esto. Sí hay una rutina de sentarme frente al cuaderno y frente a la pantalla –hay textos que tengo que teclear y textos que tengo que trazar a mano–. Necesito seguir una serie de pasos para ponerme en modo escritura, porque al ser tan dispersa en mi actividad, debo encontrar el interruptor que me sitúe en un momento creativo determinado. Una vez que estoy allí, escribo todo lo libremente que puedo, trato de no parar, no corregir, no tener una mirada crítica sobre lo que estoy haciendo. De todas manera, el hecho de permanecer sentada implica tanta concentración que no tengo realmente tiempo de ser crítica. Si hay algún rapto inspirador que venga de la estratosfera tiene que ocurrir ahí, cuando ya estoy bien metida en ese ping pong de teclear, o en esa tendinitis de deslizar la pluma sobre el cuaderno. No puedo esperar a que la inspiración aparezca mientras riego las plantas y sentarme y escribir cuando la musa me lo dicta. No funciona así. Hay un vómito inicial que no es bueno reprimir, viene como viene. De ahí tal vez lo inconexo de mi prosa. Aunque luego hay una segunda instancia, mucho más tarde, y con un estado mental completamente opuesto, que es corregir.

El momento de la corrección es como tratar de meter un pulpo viscoso, salado y escurridizo dentro de un cajón DIN A4. Implica revisar, poner y quitar doscientas veces las mismas cosas, una suerte de unodós ultraviolento en el que una echa mano de oficio, de las cosas que ha ido aprendiendo por el camino. Aunque tampoco vendría mal un poco de macumba, alguno de esos rituales quitapenas. En la corrección una se enfrenta al vómito y aparta los huesecillos, si tiene suerte habrá algún diente de oro, algo que valga la pena, algo que se pueda etiquetar y guardar para darle forma después. Y en el después es cuando ocurre todo lo demás. Si una ha tenido suerte, el hilván ya está mas o menos hecho entonces es solo seguir el hilo y dar puntadas prolijitas. Pero no siempre es así. Entonces hay que lidiar con el caos. Son los momentos en que entra en juego la “mentalidad collage”, y frente a la acumulación de las cosas inútiles se va pescando los recortes que sirven. Te da la sensación de que todo es un rompecabezas endiablado y una lo deja lo más armado que puede. Pero siempre hay más piezas que podrían seguir cayendo, que tal vez nos fueran mejor. Si has jugado al Tetris alguna vez sabrás de lo que hablo.

P: ¿Algún escritor/a que te haya influenciado en tu particular modo de entender la literatura?

M. C: Son tantos, tantísimos, que no sabría por donde empezar. Tendría primero que ponerme a pensar cuál es mi particular modo de entender la literatura. Es fundamental, para mí, que una lectura me rapte, me emocione hasta el punto de aguantar la respiración. A mí me gusta que el escritor se adueñe de las palabras sin culpa y que me cuente con ellas una historia que me conmueva. En ese sentido: Raymond Carver, Amy Hempel, Rodrigo Fresán, AM Homes, James Salter, Michel Faber en sus cuentos, Kurt Vonnegut, Grace Paley, Anne Sexton. Y los leídos de jovencita, que contaminaron toda mi biblioteca: Cortázar, Poe, Oscar Wilde, Horacio Quiroga, Manuel Puig, Saki, Bradbury, Dylan Thomas, Mark Twain, Ambrose Bierce

P:  La reina del burdel es un conjunto de relatos. ¿Te sientes más cómoda contando historias más comprimidas?

M. C.: El cuento tiene una tradición muy bella. Existe una tensión, una redondez de globo inflado al máximo que me alucina. Siempre he leído muchísimos cuentos, tal vez por que en Argentina y toda América siempre hubo excelentes cuentistas y siempre fue un género que se respetó mucho.

Mi elección de contar cuentos responde tal vez a mi déficit de atención en la vida, a esta manía mía de saltar de flor en flor. Creo también que es difícil para mí tener the big picture muy clara, ver todo el panorama con sus infinitas conexiones y personajes. Yo por ahora no veo la vida así, de un pantallazo. Estoy convencida también que de esta tierra nos llevamos nuestra historia a trozos, a instantes. Cuando ocurre algo a mi alrededor digo “aquí hay un cuento”. Mis cuentos surgen de una frase, de una imagen. Pero tampoco tengo el poder de síntesis como para meterme con microrrelatos. Sí es verdad que tengo dentro una historia que quiero contar hace años y que sé que no cabe en un cuento. Y como lo he intentado varias veces y aún no encuentra su forma, por ahora no se materializa. Ya llegará.

P: ¿Es importante escribir sin tabúes, sin miedo al qué dirán?

M. C.: Absolutamente. Creo que el escritor debe desnudarse en la página para contar su historia con la mayor autenticidad posible. Uno no puede escribir una historia verdadera –y con verdadera me refiero a que funcione como historia, esas historias que estiran los dedos y te tocan a través del papel– si tiene sentado en el hombro a un lorito con cara de crítico, profesor, padre, lector ideal o lo que fuera.

Y eso vale también para las palabras que uno escoge. Mi situación particular, argentina viviendo hace años en Mallorca, implica que mi vocabulario está traspasado de jerga, de expresiones de un hemisferio y de otro. Y eso es algo a lo que no puedo renunciar. Como escritor uno tiene que defender la palabra justa que necesita en cada momento, y si la palabra justa, o bella, o imprescindible nos llega en lunfardo, en mallorquín, en inglés o en gíglico, esa es la que usaremos. De niña, leí a escondidas La Naranja Mecánica –justamente porque fue el único libro que había en casa que me habían prohibido leer– y tardé varias tardes en darme cuenta de que había un glosario al final. No entendí en esa primera lectura mil cosas, obviamente, porque tenía diez años, pero más allá de eso, las palabras en nadsat saltaban de la página y me gritaban barbaridades en la cara, y esa sensación no la voy a olvidar.

P: La soledad, el desamor, la pasión sexual, el desarraigo… ¿No hay cabida para aquello que llaman “felicidad” en tu literatura?

M. C.: Desamor es mi nombre de superhéroe, Macky mi identidad secreta y Soledad el nombre de mi archi rival. Y si me dices que en la pasión sexual no hay felicidad ya no podremos seguir discutiendo. Ahora en serio, yo creo que la felicidad es una búsqueda constante, y hay mucho de esa búsqueda en mi libro. Mis personajes están buscando encajar para ser felices todo el tiempo. El desarraigo llega cuando una se encuentra de pronto fuera de lugar en un sitio nuevo al que ha ido pensando que eso le daría la felicidad, justamente. Pero si no fuera por esos pasos en falso una no sabría cuándo lo ha pasado bien. Sí creo que hay cabida para la felicidad. Es verdad también que la ficción no funciona si no hay un conflicto. Sería muy aburrido leer sobre la lucha del protagonista feliz por ser un poco más feliz, teniendo como antagonista a su feliz esposa y su perro feliz.

P: Podemos saber qué lectura te ha sorprendido o emocionado últimamente

M. C.: Dos poemarios: Anatomía de un ángel hembra, de Pedro Andreu (Casabierta Editorial) y Poesía para niñas bien (Tits in my bowl) de Txus García. (Cangrejo Pistolero Ediciones). Y dos libros de cuentos absolutamente maravillosos, ambos de Claire Keegan: Recorre los campos azules, y Antártida. (Eterna Cadencia Editora)

P: Para escribir se necesita… ¿Podrías terminar la frase?

M. C.: Evidentemente una habitación propia, según Virginia Woolf, o por lo menos una capacidad de abstracción muy grande del mundo que te rodea. También ganas de traspasar ese mismo mundo con la mirada, y leer mucho, muchísimo, para contar con miradas prestadas. Valentía, desparpajo o indiferencia, cualquiera de las tres, para escribir lo que sea necesario sin que te afecte lo que puedan pensar quienes eventualmente te lean. Y finalmente desapego, para el momento en que tengas que deshacerte de páginas y páginas de las que te has enamorado, y que luego no sobreviven en el montaje final. Porque de lo que se trata, en definitiva, es de contar una buena historia. Todo lo demás es accesorio.

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